Jesús, al enseñar a Sus discípulos, nunca presentó un manual de pasos o una lista de instrucciones detalladas sobre cómo obedecer la Palabra. En Mateo 7 y Lucas 6 vemos que Él simplemente dice: “El que oye mis palabras y las hace, le compararé a un hombre prudente que edificó su casa sobre la roca.” No hay una estructura de “punto uno, punto dos, punto tres”. Jesús no detalla un método, porque la obediencia al Evangelio no es cuestión de técnica, sino de decisión, de corazón. Lo que Él espera es que, al oír, actuemos.
Sin embargo, una realidad persiste en los cristianos de hoy en día: muchos escuchan, aprenden y asisten a los Servicios, pero al momento de aplicar la Palabra, se detienen y preguntan: “¿Cómo lo hago?”. Esa pregunta, aunque parece sincera, muchas veces revela un conflicto más profundo: el contraste entre la voluntad de Dios y la voluntad personal. Aquí el problema no es de ignorancia, sino de resistencia. En el fondo, todos sabemos lo que Dios dice, pero muchos prefieren hacer lo que desean.
Cuando la Palabra exhorta a “no unirse en yugo desigual” (2 Corintios 6:14), el significado es claro. No se necesita una explicación compleja para comprenderlo. Pero cuando el corazón de alguien quiere otra cosa, comienza a racionalizar con preguntas parecidas a estas: “¿Y qué significa exactamente eso? ¿Será que aplica en mi caso?”. No es que no sepan hacerlo, es que no quieren hacerlo. Porque su voluntad, movida por el deseo, por la conveniencia o por el placer momentáneo, entra en conflicto con la voluntad de Dios.
Así ocurre también con las decisiones financieras, las relaciones y los negocios. La carne ama lo inmediato, las oportunidades rápidas y el beneficio propio, aunque la Escritura nos advierta que “el camino del impío es engañoso” (Proverbios 12:26). Cuando alguien actúa fuera del consejo de la Palabra, las consecuencias no tardan. Y entonces, después de actuar sin dirección divina, esa misma persona viene a pedirle a Dios que la saque del problema en el que se metió.
La realidad espiritual es que el conflicto no está en la comprensión, sino en la obediencia. Jesús dio por sentado que quien escucha, hará. No explicó el “cómo”, porque la obediencia no se enseña con teoría, sino con práctica.
Santiago lo expresa con claridad:
SANTIAGO 1:22 (RVR) “Sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos”
Cuando escuchamos y no actuamos, el autoengaño se activa. Es como mirarse al espejo, notar lo que hay que corregir y salir sin hacerlo (Santiago 1:23–24). Dios nos muestra a través de Su Palabra lo que debe cambiar en nosotros, pero si solo lo reconocemos sin tomar acción, nada se transforma.
La ilustración del espejo es profunda: el espejo no miente. La Palabra refleja nuestra condición espiritual con precisión, pero es nuestra responsabilidad ajustarnos a lo que vemos. Si el Espíritu Santo señala orgullo, falta de perdón o incredulidad, el propósito no es condenarnos, sino transformarnos. No basta con decir “amén” o emocionarse con la enseñanza; hay que actuar sobre lo que se oyó.
Jesús mismo modeló esta verdad. En Juan 14:31 declara:
“Para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago.”
Él no se excluyó de la obediencia. Siendo el Hijo de Dios, también hizo lo que oyó del Padre. Su amor se expresó en acción. Por eso, cuando dijo en el versículo 21: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama”, estableció una relación inseparable entre amor y obediencia. El verdadero amor a Dios se demuestra haciendo lo que Él dice. No se trata de un amor emocional o de palabras, sino de práctica diaria.
Cuando alguien dice amar a Dios pero vive contrario a sus mandatos, el problema no está en la doctrina, sino en el corazón. Jesús prometió manifestarse a quienes guardan Su Palabra (Juan 14:21). Esa manifestación no es solo una sensación espiritual, sino una experiencia tangible: Su presencia, Su paz, Su dirección y Su poder operando en la vida del creyente obediente. Por eso, si alguien lleva años asistiendo a la Iglesia, oyendo mensajes y participando en discipulados, pero su vida permanece igual, la pregunta no debería ser “¿Por qué Dios no se manifiesta?”, sino “¿He estado haciendo lo que Él me ha dicho?”. Y la respuesta obvia es un rotundo: “¡No!”.
El amor genuino siempre lleva a la acción. Igual que en un matrimonio: no se ama de palabra, se ama sirviendo, cediendo, cuidando, sacrificándose. Efesios 5:21 enseña: “Someteos unos a otros en el temor de Dios.” Pero el problema surge cuando esperamos que el otro cambie primero. Queremos que el cónyuge se someta, pero nosotros no cedemos. Y entonces decimos: “¿Cómo hago eso?”. No se trata de complicación, sino de disposición. El acto de someterse nace del amor, no de la obligación.
Jesús no pidió que hiciéramos algo que Él mismo no hizo. Él escuchó al Padre y actuó conforme a lo que oyó. Nosotros somos llamados a lo mismo: oír y hacer. Esa es la evidencia del amor y la base del verdadero discipulado.
Pablo lo entendió profundamente. En Hechos 14:21–22, después de ser apedreado casi hasta la muerte, volvió a las ciudades donde había predicado para “confirmar los ánimos de los discípulos, exhortándolos a que permanecieran en la fe”. ¿Por qué? Porque sabía que la fe no se mantiene solo oyendo, sino haciendo. Las pruebas, las tribulaciones y las presiones del mundo tienden a desviar nuestra obediencia. Por eso, el Apóstol insistía en fortalecer a los creyentes para que siguieran caminando firmes en la Palabra, siendo hacedores y no solo oyentes.
La Iglesia de Cristo está llamada a ser esa diferencia. No podemos conformarnos con un cristianismo teórico, donde acumulamos conocimiento sin transformación. El mundo necesita ver creyentes que hacen lo que oyen, que viven lo que predican, que obedecen aunque cueste. Solo entonces Jesús se manifestará a través de nosotros, y Su gloria será evidente.
Caminar en la Palabra no siempre es fácil, pero es el único camino seguro. La roca firme sobre la cual se edifica una vida no es solo oír a Cristo, sino hacerlo. Los vientos vendrán, las lluvias caerán, pero quien pone por obra lo que ha oído permanecerá.
Que el Espíritu Santo nos ayude a ser no solo oyentes diligentes, sino hacedores constantes; a vivir una fe activa, visible, y a reflejar el amor de Cristo con hechos, no solo palabras. Porque la verdadera libertad no viene del conocimiento, sino de la obediencia.
“Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.” (Juan 8:32)
Pero esa verdad solo se conoce cuando se vive.

