
Del dolor a la restauración: Dios cambió mi historia
Mi nombre es Leidy Yohana López, y soy testigo viva de que Dios levanta del polvo, sana las heridas más profundas y cambia la historia de quienes le creen.
Nací en un hogar donde la pobreza y la violencia eran el ambiente cotidiano. En lugar de amor, comprensión o ternura, lo que reinaba era el miedo. Desde que tengo memoria, recuerdo los gritos, los golpes y el terror que sentía cada vez que mi padre llegaba a la casa. No sabía si ese día habría comida o si terminaríamos escondidos, temblando, esperando que no pasara lo peor.
Mi padre era un hombre violento que descargaba su ira sobre mi madre. La golpeaba con brutalidad, sin importarle que nosotros estuviéramos allí mirando. Yo era apenas una niña, y cada vez que veía a mi mamá sangrar o caer al suelo, algo dentro de mí se rompía. Vivía con el corazón acelerado, esperando el próximo estallido. Muchas veces me encerraba en un cuarto, me tapaba los oídos y lloraba en silencio para no escuchar los gritos.
Crecí con miedo, con inseguridades profundas y una sensación constante de no valer nada. En mi casa no había expresiones de cariño. No recuerdo haber recibido un abrazo ni un “te amo” de parte de mi padre. Lo que sí recuerdo muy bien son las amenazas, los castigos con un rejo grueso y los días en que mi mamá tenía que salir a pedir ayuda a los vecinos para poder darnos algo de comer.
Éramos muy pobres. Muchas veces el almuerzo era solo una arepa y agua de panela. Mi madre hacía “maromas” para alimentarnos; si tenía un huevo, lo repartía entre todos. En los cumpleaños, cuando podíamos comer un huevo entero, eso era un lujo. No teníamos ropa nueva: usábamos lo que otras personas nos regalaban, y en el colegio eso era motivo de burlas. Me decían “la pobretona”, “la flaca”… y yo aprendí a fingir que no me dolía, pero por dentro lloraba.
En mi familia se hablaba mucho de brujas, de espantos, del diablo y de supersticiones. No conocíamos de Dios. Se creía más en las historias de miedo que en la fe. Eso me llenaba de temor. Tenía pesadillas, miedo a la oscuridad y la sensación de que el mal siempre me rondaba.
Mi padre nos castigaba a todos con golpes, insultos y amenazas. Muchas veces tuvimos que huir de él junto a mi madre. Sin embargo, él siempre nos encontraba. Llegaba llorando, pidiendo perdón, prometiendo cambiar. Mi madre, con su corazón noble, le creía. Volvíamos a casa y todo parecía mejorar… hasta que el ciclo de violencia volvía a empezar. Mis hermanas mayores, cansadas del maltrato, empezaron a irse de la casa una a una. Yo era la más pequeña y me quedé con mi madre, que intentaba protegerme como podía. Mi infancia transcurrió entre el miedo, la pobreza y el silencio. En el fondo soñaba con estudiar, con tener otra vida, pero mi padre no me permitió continuar después de quinto de primaria. Decía que no tenía sentido que una mujer estudiara. Así que crecí sintiéndome limitada, sin voz, sin opciones.
A los 15 años logré irme a la ciudad donde vivían mis hermanas. Fue un cambio enorme. Empecé a trabajar cuidando a mis sobrinos y, con esfuerzo, estudié de noche hasta terminar el bachillerato. Sentía que, por fin, estaba encontrando una oportunidad.
Pero a los 17 años, mi historia tomó otro rumbo. Me enamoré de la persona equivocada: la expareja de una de mis hermanas. Cuando quedé embarazada, fue un escándalo familiar. Me sentí humillada, rechazada y sola. Muchos me aconsejaron abortar, pero algo dentro de mí me dijo que no lo hiciera. Aunque aún no conocía profundamente a Dios, sentí que esa vida debía protegerla.
Me fui a vivir con el padre de mi hija en unión libre. Con el tiempo nos presentaron el Evangelio y empezamos a asistir a una Iglesia. Como queríamos bautizarnos, nos explicaron que debíamos casarnos, y aunque la relación era caótica, decidimos casarnos para podernos bautizar.
Tiempo después conocí los audios de la Escuela Bíblica de Iglesia Palabra Pura a través de una emisora. Me impactaban profundamente, aprendía tanto que cada enseñanza me confrontaba y me edificaba. Aun sin congregarme allí, sentía tanta gratitud que guardaba dinero para llevar una ofrenda cuando podía.
Pero el tiempo demostró que mi matrimonio no tenía raíces firmes ni estaba fundamentado en la Palabra. Vinieron los conflictos, las infidelidades y finalmente la separación. Quedé sola con mi hija, otra vez sintiéndome rechazada, culpable y vacía. Dejé de congregarme y me dediqué a trabajar limpiando casas para sostenernos. No fue fácil. Había días en que no sabía cómo pagar el arriendo o comprar comida.
Finalmente, después de tanto escuchar las clases de la Escuela Bíblica, tomé la decisión de congregarme presencialmente en Iglesia Palabra Pura, en la sede de Pereira. Ya llevo tres años siendo parte activa de esta familia espiritual. Allí comencé un proceso profundo de restauración: retomé la Escuela Bíblica, los discipulados y, sobre todo, el conocimiento verdadero de la Palabra.
Aprendí que no basta con decir “creo en Dios”; hay que conocerlo, obedecerlo y dejar que Su Palabra transforme la mente y el corazón. Y aunque ya estaba en la Iglesia, recaí. Fui engañada por los deseos de la carne y terminé en una relación tóxica, aun sabiendo los principios Bíblicos. Esa decisión me llevó nuevamente a una etapa de dolor y confusión, hasta que tomé la firme decisión de decir: “No más con esto” y consagrarme completamente a Dios.
Uno de los procesos más difíciles fue perdonar: a mi padre por su violencia, a mi madre por no habernos protegido, a mi exesposo por su traición, a mi hermana, y también a mí misma. Lloré muchas veces delante del Señor, pero entendí que el perdón no es un sentimiento, sino una decisión que trae libertad.
Durante ese proceso también vi la sanidad de mi cuerpo. Por mucho tiempo sufrí dolores fuertes en el colon y fui diagnosticada con dolicocolon. Los malestares eran intensos y constantes. Pero después de leer el Libro de la Santa Cena y participar con fe, los dolores desaparecieron. ¡Y los exámenes médicos confirmaron que ya no había rastro de dolicocolon! ¡Dios me sanó!
Hoy sigo creciendo espiritualmente. No puedo decir que todo es perfecto, pero sí puedo afirmar con certeza que Dios ha sido fiel. Él ha sido mi sustento, mi proveedor y mi refugio. Soy madre de dos hijas, y aunque a veces el camino parece difícil, nunca nos ha faltado nada. He visto milagros de provisión, de restauración emocional y de sanidad física.
Cada día, Dios me recuerda que no soy el resultado de mi pasado, sino el reflejo de Su Gracia. Él me sacó del dolor, me dio propósito y me enseñó que mi identidad no está en lo que viví, sino en lo que Él dice de mí.
“No pretendo haberlo alcanzado ya, pero prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.”
(Filipenses 3:13-14)
Hoy puedo decir con total convicción que mi pasado ya no me define.
Ya no vivo marcada por la culpa ni por el miedo.
Soy una mujer nueva, libre y llena de propósito.
Dios me levantó, me dio dignidad, me sanó, me devolvió la paz y la alegría.
Gloria a Dios ! 👏👏👏